A ser papá se decide y se aprende

Desde muy joven, Fernando supo que quería ser papá. No era un deseo repentino ni una fantasía infantil, sino una certeza silenciosa que lo habitaba desde siempre, como una semilla que no sabe cuándo brotará, pero que guarda intacta la promesa de florecer.

Sin embargo, para el mundo, él no calificaba. Huérfano. Soltero. Gay. Tres palabras que, en los ojos de muchos, eran sinónimo de imposibilidad. Ser padre —le decían— no era para alguien como él. Y menos si estaba solo. Pero Fernando no escuchó esos ecos. O tal vez los escuchó, pero eligió no obedecerlos. Lo que para otros era un obstáculo, para él era apenas parte del camino.

Y así llegó María Paz. Tenía cinco meses cuando la sostuvo por primera vez. No necesitó más para entender que su vida había cambiado para siempre. Que, a partir de ese instante, el tiempo se dividiría entre antes y después de su risa, de sus manos pequeñas, de sus silencios tibios entre los brazos.

Han pasado tres años y medio desde entonces, y aunque no todos los días son fáciles, cada uno está lleno de sentido. En su cotidianidad, Fernando ha descubierto que la paternidad no responde a moldes, a estereotipos, a lo “correcto”, ni a lo que otros esperan. Ser papá, ha comprendido, es una decisión. Una poderosa decisión. Es presencia. Es ternura con disciplina, entrega sin condiciones, amor que no necesita permiso.

No obstante, no ha sido un viaje silencioso. En cada paso ha debido enfrentarse a una sociedad que aún sospecha de los hombres que cuidan, que desconfía del afecto cuando nace de un hombre gay, que se incomoda ante la posibilidad de una familia que no cabe en su álbum tradicional.

Aun así, Fernando insiste. Porque en cada madrugada sin dormir, en cada carcajada repentina, en cada palabra nueva que su hija aprende, él reafirma que todo ha valido la pena. Que su casa, aunque distinta, es hogar. Que su paternidad, aunque improbable para muchos, es absolutamente real.

Hoy, cuando le preguntan qué ha sido lo más importante de su vida, no duda en responder: ser papá. No tiene diploma, pero tiene huellas. Las que deja la manito de su hija en su pecho cada noche. Las que se graban en la rutina, en la piel, en el alma. Las que lo obligan a resignificar lo posible.

Porque eso ha hecho Fernando con su vida. Tomar lo que parecía improbable para volverlo verdad y lo mejor: hacerlo visible. Demostrar que criar también es un acto de decisión, amor, placer y libertad. Que la ternura puede ser firme. Que la diferencia no resta, sino que enriquece.

En un mundo que a veces se empeña en invisibilizar nuestros derechos, él ha construido una certeza: su amor y deseo es suficiente. Su paternidad es plena. Y su historia, aunque desafiante e improbable para muchos, está llena de luz.

Entrevista a: Fernando Augusto Segura Restrepo

Por : Manuel Alejandro Forero Torres

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